Porque la Divinidad interior jamás se impone, nada reclama, no amenaza; se ofrece, se da, se esconde, se olvida a sí misma en el seno de los seres y de las cosas; no censura ni juzga, no maldice ni condena, mas está sin cesar trabajando para perfeccionar sin apremio, corregir sin reproches, estimular sin impaciencia, para enriquecer a cada uno con cuantos tesoros pueda recibir.